Dios a veces permanece en
silencio. ¡Cuántas veces hemos vivido cada uno en nuestra vida el silencio
de Dios! En nuestra historia Dios guarda silencio.
Su corazón late con el nuestro.
Mira con sus ojos nuestra vida. Nos espera. Pero es verdad que tantas veces no
oímos su voz. No entendemos sus palabras.
Me gusta estar en silencio con
algunas personas especiales. Personas que quiero y que me quieren, y con las
que no hay que decir nada. Sólo estar. Mirar. Es la mayor complicidad.
Descansar juntos. Mirar el mar sin decir nada. Compartir el cansancio de un
día, callados.
A veces alguien muy querido está
triste y yo no sé qué decir, porque soy torpe, pero estoy ahí. Cerca. Callado.
El abrazo mejor es sin palabras.
La alegría desbordante también a
veces nos deja callados porque no hay ninguna palabra que exprese lo que
sentimos. La ternura es callada a veces. Contemplar a alguien que queremos sin
decir nada. Da paz hacerlo y te une a esa persona con lazos invisibles. Pienso en el silencio de Dios.
¡Cuántas veces lo he sentido! Lo conozco muy bien. Creo que a veces ha
coincidido con momentos de mucho ruido, de ir de un lado al otro, de mucha
dispersión.
No le dejo hablar. No le dejo
espacio. Y de repente, me paro, ¿por qué no me hablas, Señor? Pero es que
no le he dejado. No le he dejado que me acompañe en el camino y directamente le
pido la solución. ¡Qué paciencia tiene!
Después de una pregunta huyo a
otra parte, sin esperar respuesta, sin esperar siquiera el eco en Dios de mi
pregunta. Otras veces el silencio de Dios
es ese que dura mucho, ante una encrucijada de la vida. No sabemos qué hacer.
No sabemos qué opción es la que Dios quiere.
Siempre recuerdo esa pregunta,
tan humana, que san Felipe Neri le hace a Jesús en un momento en la película Prefiero
el paraíso. Delante del crucifijo pregunta: “Señor, ¿qué quieres de mí?”.
Me conmovió verlo mirando la
cruz. Escuchando el silencio de Dios. Siempre había pensado irse de misionero,
pero no salía, no se abrían puertas, y los niños más pobres lo necesitaban.
Quizás Dios le pedía otra cosa. “¿Qué quieres de mí, Señor? Habla más alto”.
Ese momento de encrucijada en que
Dios calla es uno de los momentos más importantes de nuestra vida.
Escuchamos nuestro corazón. Y tanteamos a Dios que parece que
no habla pero está a mi lado en silencio, abrazándome, confiando, sin forzar.
Respetando mi tiempo, mi momento de libertad, mi búsqueda que me hace más
compresivo, frágil, vulnerable.
Le agradezco a Dios su silencio
sonoro de alguna época de mi vida cuando me equivoqué porque no lo sabía todo.
Cuando llegó su palabra después del silencio, mi alma estaba abierta. Agradecí
esa luz.
Pienso que el silencio de
Dios es sonoro. Porque suena en el silencio y en la oscuridad. No es vacío. Es
espera. Son pasos en la oscuridad. Es caminar a su lado. Él siempre a mi lado.
Hay otros silencios en los que
preguntamos porque no comprendemos. El porqué del dolor. El porqué de mi cruz y
de la de los que amo. Esa pregunta tan humana que brota de la incomprensión.
Es Dios el que en silencio, con
un silencio sagrado, está a mi lado sosteniéndome en el dolor, sufriendo
conmigo. Calmando mi corazón, abriéndolo para que el dolor no lo haga
duro. Diciéndome que me quiere más que nunca. Y me manda ángeles humanos
que me confortan. O me hace ángel para otros.
Muchos silencios de Dios, es
verdad, son silencios míos. Cuando me distancio. No le hablo. No cuento con Él.
Cierro esa vía personal de diálogo con Dios.
Dios suele usar siempre el mismo
camino para llegar a mí y hablarme al corazón. A través de la música, o de la
belleza, o de alguien que quiero, o de las lecturas, del dolor, de las
alegrías, de la misericordia que siento ante el que sufre. De la soledad, de la
diversión. Cada uno tiene su lenguaje con
Dios. Y a veces callo yo. Dios me habla, y yo no estoy con Él. He cerrado
ese pasadizo secreto entre los dos. ¿Lo conozco? ¿Sé cuál es esa llave?
La palabra se hizo carne y acampó
entre nosotros.Dios entre nosotros. Navidad es un Dios que habla en nosotros.
Se acabó el silencio, pasó la noche.
La palabra que Dios pronunció
sobre el hombre en ese primer adviento resuena hoy: “Estoy contigo, dentro
de ti, vengo a caminar contigo, a acampar junto a ti, te quiero con locura”.
Dios rompió el silencio
preguntando a María, pidiendo permiso, tocando la puerta de María con infinito
respeto. Por una sola palabra, por un sí, Dios acampó entre nosotros. Y la
palabra se hizo carne para siempre. Es decir, se hizo como yo.
Humano, vulnerable. Con mi miedo y mis sueños, mis incertidumbres y mis
preguntas. Mis luces y mis pérdidas, mis fracasos y mis conquistas. Mis
nostalgias, mis tristezas, mis alegrías, mis renuncias, mis decisiones, mi
vocación.
Me encanta la palabra “carne” que
habla de una verdad honda. No es “como si fuera hombre”.
Jesús no vino a decirnos cosas
elevado sobre la realidad pasando intocable por la vida. Vino a acampar. A
quedarse. A vivir a fondo el ser hombre. A tocar mi vida. A pisar con sus pies
mi tierra, hollando mi mismo camino.
Gastó sus manos curando, amando,
consolando, abrazando. Lloró lágrimas de alegría y de tristeza, de angustia y
de emoción. Como yo. Se rió con la vida más humana, con la alegría de compartir
con sus amigos el camino. Navegó con ellos, era hombre. Y su carne le dolió en
la cruz, ante el pecado, ante la enfermedad.
Miro a Jesús. Se despojó de
todo. Pobre, pequeño, vulnerable, necesitado. Siendo Dios lo dejó todo.¡Qué
grande es su pequeñez!
Yo no conozco a Dios. Tengo mi
idea de Él. De su forma de premiarme y castigarme, de sus normas. Pienso que se
decepciona por mis fracasos. Y es que no lo he visto. No lo he conocido.
Porque si miro de verdad a Jesús,
si me dejo asombrar por ese misterio de que Dios se hizo hombre y me alegro
ante un Dios que se fija en mí, un Dios que no mide mis éxitos, sólo me ama y
quiere que descanse en Él… entonces, de eso estoy seguro, ya nunca más voy
a estar solo.